La resistencia a la violencia de género.

Artículo para la Revista Agora 15M de Alcorcón (Madrid). 25 Noviembre 2013

“Mi cuerpo me habla y no puedo escucharlo. Él tapó mis ojos, mis oídos, tapó mi cara, mi voz.  Deseo ser alguien, porque él no quiso. Deseo ser yo”.

Aunque he comenzado el artículo con una historia íntima, la violencia de género, es un problema social y político que se refleja en el espacio de las relaciones personales. No se trata de que una mujer cediera ante las agresiones y se “dejara” golpear, lo que sería una simplificación de un tema complejo. Se trata de qué tipo de sociedad tenemos que crea este tipo de injusticia, la permite y la perpetua.

Este es un reflejo íntimo de lo que sienten algunas de las mujeres que han sobrevivido a una experiencia de violencia. Como terapeuta, las escucho y acompaño en el camino de la recuperación. Han sufrido golpes en su cuerpo, en su mente y en su capacidad de acción. Han tocado su identidad en lo más hondo, borrando deseos, pensamientos,  ilusiones y cualquier tipo de motivación, salvo la capacidad de resistencia, algo de lo que hablo más adelante.

La violencia de género existe en todas las sociedades y supone la evidencia clara y atroz de la desigualdad social de las mujeres frente a los hombres. Se trata, por tanto de una violencia estructural, esto es, una herramienta del sistema para perpetuar una situación de desequilibrio, entre unos grupos de poder hegemónico, frente a otros.

Imaginemos un iceberg, en la que el inmenso bloque de hielo es una estructura sólida- una sociedad androcéntrica y machista-, sumergida en la historia más remota del ser humano. Es una historia en la que ellas son relegadas al espacio de lo doméstico, sosteniendo, en la sombra de lo invisible, diferentes sistemas económicos con la fuerza del trabajo gratuito (el trabajo de cuidados) y experimentando el control hacia su sexualidad.  La violencia machista – y en particular los asesinatos de mujeres- son la punta de ese iceberg.

Muchas de las que se resisten a esa opresión, son masacradas. Lo que puede parecer una exageración, no lo es si atendemos a las estadísticas mundiales sobre feminicidios, crímenes de honor, violaciones sistemáticas, matrimonios forzosos o trata de mujeres con fines de explotación sexual. Las cifras hablan por sí solas.

Más allá de la victimización, las supervivientes son heroínas en la lucha por la igualdad. Han podido- con un esfuerzo titánico- quitarse el yugo que las oprimía y no las dejaba respirar. Tuvieron que luchar no sólo contra sus maltratadores, sino contra ellas mismas atravesando el miedo que las paralizaba. Son personas que han resistido y han ganado la batalla, son más fuertes ahora y no las pueden parar. Y no son una ni dos, son millones.

Por eso, y por aquellas que cayeron, como sociedad civil con conciencia, tenemos la obligación de acompañarlas en esta batalla. Porque no son sólo cambios individuales, sino cambios colectivos los que transforman el mundo. Porque “cuando le pegan a una nos pegan a todas”.  Por ellas -por nosotras y nosotros-, ¡viva la lucha de las mujeres!

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